Las Hulleras de Aracataca

 

 

Por: Jorge Isaacs
1882

 

Restábame encontrar un sitio que por su clima, amenidad y poca distancia de la hullera, fuese adecuado para la colonia que al comenzarse la explotación es indispensable establecer. Los habitantes del bajo Aracataca, gentes de raza chimila en dege­neración y de africana sin ley ni hábitos de laboriosidad, serán inútiles, ó poco menos, en la obra. Ya querrían hacerse necesarios y exigir alto jornal como para cosas de Gobierno; y aquellos infelices, -porque la barbarie en que es­tán es horrorizadora,- no saben que viven en baldíos de la República, y si lo supiesen, ó de ello fuera posible convencerlos, no lo agradecerían.

Si en este caso, y al colonizar en nuestros ricos desiertos, no se practica el sistema eficaz que la Inglaterra ha adoptado en sus colonizaciones, tiempo y dinero se perderán inútilmente en la labor. Sin una organización militar bien estudiada y seve­ramente sostenida, todo se quedará escrito, ó adolecerá de vi­cios inextirpables desde su comienzo, y de seguro las colonias vendrán á ser el asilo de criminales incorregibles, ó fuentes de explotación para el gamonalismo parroquial.

Tratándose de la colonia que debe ser base de la empresa en Aracataca, creo que este es el mejor procedimiento para fun­darla. Formar un batallón de la Guardia con voluntarios de las cálidas comarcas del Estado de Santander, en donde la ingra­titud del suelo de cultivo es causa de miserias que muy maestramente nos ha descrito el señor doctor Manuel Ancízar. A esos voluntarios les será permitido traer sus esposas, cuidado­samente costeadas por la Nación, y encontrarían, al llegar al si­tio de la colonia; siquiera viviendas provisionales. Como el ba­tallón debe constar por lo menos de 300 plazas, el trabajo de turno en las minas les será soportable á los colonos. Cada uno tendrá derecho, según sus apti­tudes y conducta, á cinco, diez ó más hectáreas de tierra á inme­diaciones de la colonia, dándose­le, además, gratis, la herramienta necesaria para sus labores. Esta­blecido el sistema y avanzada la obra, podrá licenciarse paulati­namente la mayor parte de la tro­pa, reservando la más escogida para guarnición; pero el jefe de esa fuerza, por muy largo tiempo y mientras la colonia necesite de la protección acuciosa y directa del Gobierno Nacional, debe ser allí la primera autoridad.

Por otra parte, mientras que en nuestras comarcas pobladas, ó cuasi pobladas, existan proletarios desvalidos por falta de tierra, que generalmente no poseen, aunque es increíble; mien­tras el pauperismo rural, aberrante en países como éste, exija el remedio de sus dolencias, no necesitamos de ocurrir al ex­tranjero en busca de emigrantes ó colonos para nuestras co­marcas fecundas y desiertas, y si me he fijado para el presen­te caso en Santander, teniendo en consideración la conocida la­boriosidad de su pueblo agricultor, lo mismo podría decirse del pueblo de Antioquia, que en agrupaciones considerables, por los motivos que apunté, emigra al Cauca y al Tolima, y del pueblo de Boyacá, que desposeído en la tierra de sus mayores, busca salarios remunerativos y enfermedades y la muerte en las riberas insalubres del Magdalena.

El Sr. Jimeno, que me había aban­donado en los días 16 y 17 á mis propias fuerzas, fatigándose ya de una tenacidad que él, á su modo rústico, calificaba de in­verosímil, convino en seguirme á los al­tos desiertos el 18. Habíame dicho al con­tratarse para la excursión en la Ciénaga: “Yo soy el tigre de esas montañas.” ¿Qué más? Ya lo llevaba de compañero. Al lle­gar á cierto punto aquel día (el 18), yo as­piraba aún ascender de Cerro-tajado, y creo que era tarde. Entonces me observó francamente, intimidándome á los cua­tro peones que me acompañaban: “Si us­ted sigue para arriba, aquí lo esperaré.”

Los rastros que frecuentemente encon­trábamos de tigres y de dantas, tenían en cierta zozobra ó temor visible á los peo­nes, que nunca, hasta entonces, imagina­ron ascender hasta allí, atravesados 17 ó 18 kilómetros de desierto salvaje.

Desde el 17 hallé á mi satisfacción, en la ribera meridional, el sitio adecuado para la ciudad de la colonia. Allí se tien­de á 12 ó 16 metros del nivel del río, sobre peñascos, una planicie altísima de 20 á 22° centígrados, temperatura media. La Sierra Nevada, que se levanta al Nordes­te, enfría la vega, y allí no hay ya, gozán­dose uno en el alivio que disfruta, los ro­dadores hambrientos, jejenes ni zancudos voraces de las bajas riberas. A E. y O. de aquella planicie hay hondonadas de más alta temperatura para los cultivos que así la requieren, y al rededor, en abundancia prodigiosa, maderas finísimas, selectas, de construcción, materias textiles, bálsa­mos y las plantas y semillas medicinales más estimadas de los indígenas.

Frecuentemente hallé en una y otra ri­bera vertientes ferruginosas (quizá algu­nas llevan petróleo), y aquellas vertien­tes acusan la existencia de una grande mina de hierro, que yacen en la misma cuenca carbonífera ó á profundidad ma­yor.

La salubridad y pureza de las aguas del Aracataca no es lo menos estimable al tratarse de fundar la colonia en la plani­cie del Peñón; saturadas de fierro sus co­rrientes, mece además bajo las ondas y remansos unas algas de tinte purpúreo ó coralino asidas á las grandes piedras del fondo, y esa planta es el único depurati­vo que usan los indígenas como de ac­ción eficaz siempre.

Las hulleras de Aracataca

Excúseseme si me atrevo á indicar que la colonia situada en el lugar que determino, debiera llevar el nombre de Padilla. La memoria de ese héroe de la independencia nacional, hijo de lo que ahora se denomina Estado del Magdalena, bien merece tal honor, y otros mayores que nuestros descendientes han de consagrarle.

Amplísimo espacio, extensión baldía inconmensurable po­see la Nación en contorno de las hulleras del Aracataca, sin contar el sitio mismo del yacimiento, que indudablemente le pertenece, y bastará que defienda sus derechos ó los reivindi­que, si llega el caso, á fin deque nada le estorbe al establecer tra­bajos en la hullera ni al colonizar en sus inmediaciones. Sólo creí necesario insinuarle al Poder Ejecutivo nacional que debía abstenerse de hacer adjudicaciones de tierras baldías que en aquella región del Estado pueden serie necesarias, y lo mismo en la extensión que he determinado al N. y S. del Cataca; así se lo indiqué en oportunidad.

Para concluir, contráigome á la navegación del Araca­taca, circunstancia muy importante en el asunto. Con el obje­to de efectuar debidamente el estudio del río, descendí por él á la Ciénaga-Grande, desde Cangrejal ó Santa Rosa (hacienda del señor Giacomo Costa), empleando en la bajada nueve ó diez horas de trabajo seguido.

Desde la mina hasta 6 ó 7 kilómetros abajo del punto en que se reúnen el Tucurinca y el Aracataca, la navegación es fácil, en riguroso verano, para botes de 5 á 6 toneladas, y apenas exige gasto de limpieza. El río, por desidia de los habitantes del Pa­so-real hacia Occidente, corre á su querer, y amontona las pa­lizadas á su antojo: en tanto esos labradores del bajo río, portal desentimiento, viven casi secuestrados del comercio de la cos­ta desde que dejaron perder, imprevisores é ineptos, la vía flu­vial con que contaban.

Los bijaguales en que se riega en corrientes el río, ya reuni­do con el Tucurinca, al bajar del punto que indiqué, terminan á 5 ó 6 kilómetros de la Ciénaga-Grande, pues de allí á los Tro­jes ó Bocas del Cataca, la navegación es cómoda otra vez. Los regaderas de los bijaguales exigen trabajo de canalización en un trayectoquepuedecalcularsecomode7 á 10 kilómetros, ca­nalización que debe dirigir un ingeniero experimentado, para no atenerse al empirismo de los que, dándose por conocedores del río, ó en desconocimiento absoluto de lo que se trata, ase­gurábanme que con $1,500 ó $2,000, á lo sumo, todo quedaría hecho. A juzgar por lo que vi, la obra, -muy facilitable volviendo las corrientes de la Fundación ó San Sebastián al Ara­cataca por la quebrada de Macaraquilla, aguas que disparata­damente se llevaron al Bongo -, importará de cinco á seis mil pesos, contándose, como debe contarse, el valor del auxilio que están dispuestos á prestar los labriegos del río, interesados en servirse de nuevo, cuanto antes, de la vía fluvial, obstruida por abandono de los unos, egoísmo de los otros y holganza genial de los más. De tal suerte, limpio el río, y canalizado en cierta parte, será navegable sin obstáculo, de la mina á la Ciénaga, prefiriendo los meses de Abril á Noviembre, en 6 ó 7 horas de bajada y en 12 ó 14 de subida, en botes y lanchas desde 5 has­ta 20 toneladas. Remolcadores pequeños y de forma aparente, facilitarían la pronta subida de las embarcaciones, y aún po­drían remolcar en la Ciénaga-Grande las de mayor porte que he indicado.

Los depósitos de carbón en el litoral deben hacerse en Gai­ra ó en Santa Marta, siempre procurando que se les abastezca en los meses de invierno, que son de buena mar; pero me incli­no á creer que en Gaira quedarían mejor, como puerto más in­mediato y favorecido del nordeste, evitándose así que en la época en que ese viento domina, sea peligroso para las embar­caciones carboneras doblar la punta de Gaira.